Santiago ha comenzado a florecer. ¿Lo ha notado? El sol ya entibia y la gente responde andando por la vida más liviana, más colorida, más clara. La pregunta de moda en estos días dieciocheros es “la identidad chilena”. A eso apuntamos, en el ámbito empresarial.
El equipo de EiS ha brindado consultoría directa y personal durante un promedio de cinco meses a más de siete mil personas de todas las regiones, sobre todo jefes y gerentes de grandes empresas. No será todo el mercado, pero es una muestra significativa para opinar sobre la chilenidad en las empresas.
Un dato frecuente en los niveles medios de las empresas es la dificultad para negociar sin tensionarse. Tal vez se vincule con un rasgo del mapudungun, donde no existe el “no” independiente como en castellano, porque la negación es un sufijo (la) ligado al verbo.
Pero otros rasgos también omnipresentes son la honestidad, la espiritualidad, la lealtad con la empresa, la vocación de aperrar sin límites, el respeto extremo de la autoridad*, una descarnada sensibilidad, solidaridad sin cuentos y la enorme necesidad de aprender y sentirse útil.
Claro que no siempre se encuentran las condiciones para definir claramente qué significa “buen trabajo” ni todos los modelos de autoridad se perciben estimulantes, pero las expectativas están.
Aunque esos rasgos son comunes, las nuevas generaciones aportan un aire más fresco, menos formal, más orientado a los objetivos que al protocolo, más pendiente de los resultados que del temor a equivocarse.
La generación de los treinta y tantos de buen perfil laboral, elige. Elige empresas de sueldo equivalente pero mejor trato, elige desarrollarse, elige un esfuerzo sacrificado si tiene sentido, elige que el trabajo sea una parte importante de su vida, pero no toda su vida.
En otros términos, la cultura laboral chilena no es, “va siendo”, en una dinámica que se ha acelerado drásticamente en la última década para acercarse a un ritmo cada vez más global.
Qué queremos
La gente busca ser feliz en su trabajo. Algo que para las viejas generaciones era casi un sacrilegio.
Ya no se anhela la seguridad garantizada porque se ha aprendido que es relativa, pero que además puede transformase en un salvavidas de plomo, donde el precio de la estabilidad se paga con baja empleabilidad y altas dosis de miorelajantes.
Ser feliz en el trabajo es -según la gente-, tener un jefe que enseñe y acompañe, estar en un equipo entusiasmante, equilibrar lo rutinario y lo creativo, lo obligatorio y lo participativo, encontrarle un sentido a lo que se hace, todo eso sintetizado en la oportunidad de aprender y desarrollarse en los aspectos de mayor valor agregado del negocio.
Hoy el ritmo en las empresas chilenas competitivas es endemoniado y la gente lo acepta de buen grado si accede a lo anterior.
Con una frecuencia creciente se descubre en las empresas un manejo milimétrico de la presión, administrado con iniciativa e inteligencia y con la enorme madurez emocional que significa mantener activos cinco o seis frentes simultáneamente, sin perder la eficiencia ni estropear el buen humor.
El gerente severo, distante y de ceño fruncido permanente, que se opone a lo nuevo desde una cátedra de signos indescifrables, es cada día más difícil de encontrar en las grandes marcas chilenas. Ya no se usa. No queda bien. Cada vez más se considera fome al que anda con cara larga.
Hace una década la rotación era considerada un fenómeno natural del negocio y se controlaba con ofertas de dinero o buscando reemplazantes en el mercado.
Hoy la complejidad del negocio complica encontrar reemplazantes calificados y el personal de buen potencial exige mucho más que dinero para quedarse. Exige condiciones para sentirse bien en su trabajo, lo que ha promovido una intensa inversión en clima interno, programas de reconocimientos y modelos más cuidadosos de gestión de personas por parte de las empresas.
Si un término puede sintetizar estos rasgos de la cultura laboral chilena, más o menos presentes en diferentes contextos, la palabra llave es “flexibilidad”. Flexibilidad que se entrega en el propio desempeño laboral pero también se espera de la empresa.
Hacia dónde vamos
La productividad, la eficiencia y la calidad de servicio encuentran en la cultura laboral chilena buenas oportunidades de mejora. En esos desafíos que se miden por indicadores “duros” se está trabajando, pero no tanto desde enfoques técnicos.
Cuando la automatización ya hizo su tarea, bajo condiciones de recursos escasos y escenarios fluctuantes, el diferencial competitivo chileno, el chilenian way, la marca país, es la sensibilidad humana de su gente.
No es retórica. Cuando los márgenes se han reducido y la grasa se ha quemado, la productividad y la eficiencia se logran desde las dimensiones valóricas y emocionales que rescatan la sensibilidad, la picardía y la persistencia tradicionales de la cultura chilena, transformadas en sofisticadas herramientas de competitividad.
La ecuación es simple. Hoy el trabajo presenta muchos dilemas que no ofrecen ninguna solución sin riesgos. En esos casos, la decisión más eficiente responde a un modelo valórico, no matemático.
Muchos ejecutivos están entendiendo que su felicidad en el trabajo depende de hacer felices a sus colaboradores, para que ellos aseguren la felicidad de sus clientes.
Hacer felices a los colaboradores no es jugar juegos infantiles. La gente no es tonta. Sabe que hay que trabajar duro pero esperan ser tratados como personas, no como recursos, y agradecen la sensibilidad de sus jefes con un compromiso que va más allá de lo que la empresa espera.
Este rescate de la capacidad emocional para conducir personas no reduce la autoridad, no relaja la disciplina ni aleja las metas. Tiene justamente el efecto contrario. El entusiasmo, la pasión, los sueños, son tan contagiosos como el temor, la distancia o el recelo; pero más fértiles.
Suena difícil de aceptar porque siempre se cree que afuera lo hacen mejor, pero está sucediendo hoy en Chile, poco a poco en más empresas.
Una conclusión de esta evolución incipiente de la cultura laboral chilena es que no resulta necesario ni eficiente imitar ningún modelo. Cada país tiene el derecho y la oportunidad de ensayar su propia receta, buscando lo que para el marketing es la piedra filosofal: Diferenciarse, hacerlo de un modo distinto, seguir el propio camino de lograr los objetivos.
El milagro de los “33 de San José” es un buen ejemplo de este naciente estilo chileno que inaugura el camino al tercer centenario. A pesar de los asesores temerosos, contra la lógica de no exponerse al fracaso, un reducido grupo de familiares, técnicos y autoridades quiso forzar testarudamente el destino, acompañados por un país que prefirió soñar a medir con pragmatismo, que eligió la mística de la pasión al cálculo de probabilidades.
El domingo 22 de agosto, la gente salió a festejar su sueño colectivo a bocinazos, tal vez como revancha al tsunami, en un día tibio donde parecía que hasta Dios era chileno.
Si cree que vale extender en su empresa este diferencial sensible de la cultura laboral chilena, levante la copa con su gente y no tema expresar públicamente: ¡Viva Chile, mierda! ©
(*) En el cuadro de “distancia jerárquica” que popularizó Geert Hofstede, Chile integraba el grupo de culturas laborales con mayores expectativas de “un jefe que indique lo que hay que hacer” hace 15 años. Hofstede, Geert. Culturas y organizaciones. El software mental. Alianza Edit. 1999 Pág. 107